sábado, 26 de diciembre de 2015

Del Manuscrito Cooke al E-Book por IGNACIO MÉNDEZ - TRELLES DÍAZ


Si exceptuamos —por razones de naturaleza— la Constitución de York (926) y los Estatutos de los Canteros de Bolonia (1248), el Manuscrito Cooke es, junto con el Manuscrito Regius(1) en su forma poemática, el documento fundacional en prosa de lo que se puede considerar como el corpus documental masónico. Prácticamente todos los Old Charges derivan de una u otra forma del Manuscrito Cooke y de él beben los sucesivos documentos que nos sirven para conocer el oficio a través de su perspectiva histórica.
El Manuscrito Cooke pertenece a la época aproximada de principios del siglo XV. Tradicionalmente se sitúa entre 1410 y 1420, aunque el documento no se pondría a disposición del público en general hasta 1861 con su publicación en la obra History and Articles of Masonry de Mathew Cooke, de quien toma su nombre.
El manuscrito, que constituye una recopilación de conocimientos históricos y normativas para el gremio de los constructores recogidos a partir de los usos, costumbres y saberes de los últimos siglos, se redactó —o compiló— coincidiendo con el nacimiento de la imprenta gutenberiana en algún lugar cercano al condado de Oxford o al de Gloucester, zona clave en tiempos de la masonería operativa.
Para ubicarnos en el contexto histórico-tecnológico, el Manuscrito Cooke se sitúa casi exactamente en el momento de la invención de los tipos móviles —concepto técnico de la imprenta— que tuvo lugar en Maguncia alrededor del año 1440 como respuesta a un mercado creciente del libro que ya no podía atender solamente el laborioso trabajo de los scriptoria.

NACIMIENTO DE LA IMPRENTA DE TIPOS MÓVILES

La imprenta no es fruto del invento genial y azaroso de un personaje llamado Gutenberg, ni fue un proceso de mera serendipidad por el que afortunadamente se descubrió tan enorme avance para la humanidad.
En realidad, Gutenberg, junto con un equipo de pensadores y creativos anónimos, se sirvió de una acumulación de avances tecnológicos para plasmar físicamente un sistema de producción industrial claramente reclamado por la sociedad en su permanente necesidad de modernización.
El invento de los tipos móviles se basaba esencialmente en unos moldes sobre los que se forjaban unos caracteres metálicos. Estos moldes se colocaban ordenadamente en unas cajas que servirán para después crear las páginas de los libros por medio de composiciones enmarcadas con tablillas de madera formando lo que se conocía como «galeradas». El término se usó hasta hace bien poco, con la llegada de la era digital, para referirse a las pruebas que salían de la imprenta.
El primer documento impreso industrialmente fue lo que se conoce como la «Biblia de Gutenberg» o «Biblia de 42 líneas» por las 42 líneas que tenía cada página compuesta. El trabajo se realizó hacia
1450 en Maguncia y supuso un avance espectacular en el concepto de la producción editorial. En el tiempo que un escriba componía una copia, la imprenta de tipos móviles podía crear 200 ejemplares, de una precisión y fiabilidad, además, bastante superior a la del trabajo manual, siempre sujeto a la imperfección humana.
Al principio las obras que salían de las máquinas de impresión eran muy semejantes a los manuscritos al uso. Las páginas no estaban numeradas, no había ninguna clase de encabezado o pie de página pues todo ello suponía un trabajo adicional, e innecesario, para los escribas. La mecanización permitió dar al libro todos los aditamentos que hoy entendemos indispensables en la maquetación de cualquier obra. 
Durante un tiempo se utilizaron unas páginas iniciales muy sobrecargadas, a menudo con complicadísimos frontispicios, que buscaban atraer la atención del lector para descifrar su contenido. Los títulos de las obras podían tener hasta una veintena de líneas. Eran «títulos-introducción» terriblemente explícitos, lejos todavía de los títulos sugerentes, insinuadores y provocadores del mercado editorial actual.
La primera tinta que se empleó fue a base del hollín que dejaban las lámparas mezclado con barnices de colores y, curiosamente, claras de huevo. Con tan precaria materia prima y mucho ingenio se lograron auténticas obras de arte.
Los primeros trabajos impresos con el nuevo invento no se dedicaron, como se cree normalmente, a la difusión altruista de la cultura, sino a atender la demanda real de libros que había en la época. Y ésta era, casi exclusivamente, la de la propia Iglesia, que no dejaría de condenar al mismo tiempo la invención como una artimaña más del demonio para propagar el mal. Así, los primeros encargos fueron sobre todo indulgencias y bulas papales. De estas últimas, la masonería ha sido tristemente protagonista en más de una ocasión.

EN EL PRINCIPIO FUE EL IMPRESOR-EDITOR

Con el nacimiento de la imprenta comienza también un nuevo oficio clave para el mundo de la cultura: el del impresor-editor. Los primeros profesionales del gremio del libro debían ser personas muy hábiles en el sentido material de la palabra, pues tenían que tener la suficiente destreza manual para la composición de los textos con los tipos móviles y la rudimentaria maquinaria de la época y, además, poseer una amplia cultura —con el dominio del latín como premisa indispensable— para poder entender la composición de las obras.
Allá por el siglo XVI, los primeros maestros impresores tenían que asumir varias funciones. Debían ser, en primer lugar, empresarios, tener visión comercial y capacidad de inversión. Además estaba la faceta estrictamente cultural, no todo el mundo podía enfrentarse a un negocio que no pudiera entender en esencia. Y muchas veces hacía de traductor, revisor y corrector; y, finalmente, también debía actuar como librero.
Como en el resto de oficios, los impresores estaban organizados en gremios. En países como Inglaterra llegaron a estar estrictamente regulados mediante decretos reales cuyo fin no era otro que supervisar la producción de libros para asegurarse de que no se ponía en circulación material subversivo para las autoridades religiosas o civiles.
Los buenos resultados que producían los nuevos impresores dieron pie a mercados de edición emergentes, hasta la fecha muy limitados.
Las universidades, los tribunales de justicia e incluso la aristocracia comenzaron a hacer encargos. Se comenzaron a imprimir a escala objetos como almanaques y otros elementos gráficos, incluso fuera de las ciudades, con una importante concentración económica e industrial. La imprenta no tardó en estar presente en casi todas las ciudades de la Europa central y del norte de Italia, donde Venecia se convirtió en todo un referente del oficio.
La primera obra impresa gracias a los tipos móviles llegó a Inglaterra de la mano de William Caxton, antiguo trabajador de una importante imprenta de Brujas. Una vez conocido el oficio, puso todo su empeño en abrir el primer negocio de impresión en Inglaterra hacia 1475, en un lugar cerca de la emblemática abadía de Westminster. El sistema de mecenazgo habitual de la época le permitió sobrevivir a la aventura.
El gremio impresor de Londres tenía su centro neurálgico en las proximidades de la catedral de San Pablo, importante enclave de desarrollo de la masonería operativa, aunque es probable que el interés del entorno para los impresores fuera más bien por la proximidad también del Tribunal de Justicia y su capacidad para generar demanda de impresiones de carácter burocrático para el sistema judicial inglés.
En París las primeras imprentas se asentaron en el entorno de la Sorbona, con su comercio universitario. En Francia destacó igualmente la producción editorial de Lyon —importante enclave masónico también—, que siempre rivalizó con la de París. Ginebra, por su parte, en su condición de refugio de muchos calvinistas también fue un importante centro impresor.
En España el negocio de la imprenta comenzó por asentarse en Valladolid, sede por entonces de la corte real, en Toledo, por su importancia religiosa y en Alcalá de Henares por demanda de su universidad.
El resto de Europa, con los países del este, los países nórdicos y Rusia fueron incorporándose a la innovación tecnológica de la imprenta a lo largo de todo el siglo XVI.
En América la imprenta como comercio libre no llegó hasta 1638 en Nueva Inglaterra. Antes se crearon algunos talleres de impresión, como uno México en 1539 y otro en Lima en 1580, pero estaban sujetos a las encomiendas de la Iglesia y sus fines de colonización.

LA REFORMA, UN NUEVO MERCADO PARA TODOS

Las primeras ediciones hechas por el método gutenberiano tenían una tirada media de 1.000 ejemplares, tardándose, a diferencia de hoy, bastantes días en completarse la impresión. La parte más complicada llegaba en el momento de la encuadernación. Los bellos ejemplares que se han conservado hasta la actualidad constituyen una minoría muy selecta y terriblemente laboriosa.
La mayoría de publicaciones iban «cubiertas» con un papel basto; en muchas ocasiones incluso quedaban sin encuadernar, como ocurre en la mayoría de catecismos masónicos que aún se conservan. También eran muchos los compradores de libros que los encuadernaban por su cuenta y medios.
El idioma dominante de las publicaciones de las primeras décadas de la imprenta era el latín. En latín se transmitían los tres troncos de conocimiento básicos: los de la Iglesia, los la ley y los de la ciencia. El pueblo llano, por tanto y de momento, quedaba excluido del acceso al conocimiento impreso.
Hasta la llegada de la Reforma protestante, en la que se promovió la difusión de la biblia en las lenguas vernáculas, la Iglesia tan solo reconocía como auténtica la Biblia Vulgata. En el campo de la ciencia, hasta la presentación de los trabajos de Galileo impresos en italiano en la segunda década del siglo XVII , apenas si se conocen documentos que no estén en latín. La aceptación de la lengua vulgar como medio de comunicación oficial no llegaría en Europa hasta prácticamente el decreto Villers-Cotterêts promulgado por el rey de Francia Francisco I, en el que se instituía el francés como lengua obligatoria de todos los documentos oficiales.
Un paso fundamental en la popularización de las obras impresas, y por tanto del desarrollo del libro y de la imprenta, fue la traducción al alemán de la biblia bajo el empuje de la Reforma. No solamente la Biblia de Lutero alcanzó una gran difusión. Por aquella misma época ya existían hasta 18 traducciones al alemán que se difundían entre las grandes clases populares que no podían acceder al latín. El problema de estas versiones, digamos «menores», de la Biblia traducida era que muchas de ellas utilizaban un lenguaje muy dialectal que limitaba su producción a un público lector potencial muy pequeño, además de ser traducciones excesivamente literales en las que se diluía gran parte del mensaje bíblico.
La Biblia de Lutero es tan importante en la historia del libro porque fue el primer documento correctamente traducido, se podría decir, y hecho en el alemán más conocido y accesible para todo el mundo. El inconveniente radicaba en que su coste aún era considerablemente elevado, debido a su calidad, haciendo del libro una obra al alcance de pocos. No obstante, la Biblia de Lutero podría ser considerada como el primer best-seller de la historia. Se estima que el número de ejemplares impresos a lo largo de múltiples ediciones y reimpresiones llegó a alcanzar los 200.000 en vida del propio Lutero. Un hecho sin precedentes en el mundo del libro «no oficial».
Lutero también es un buen ejemplo histórico de los riesgos del autor en el control de su obra. Murió atormentado al ver que aquel trabajo intelectual al que dedicó toda su vida se perdía sin orden ni concierto en infinidad de reediciones cercenadas, vulgarizadas y plagadas de errores, entre las imprentas de toda Europa, que no hacían otra cosa que aprovechar el éxito comercial de aquel best-seller en unos tiempos en los que el concepto de la propiedad intelectual ni existía.

LIBRO Y CIENCIA

En el campo de la ciencia, la irrupción de la imprenta supuso, cualitativamente, el mismo avance que recientemente ha supuesto la arrolladora presencia de Internet. No hay un solo campo de la ciencia que no se haya beneficiado extraordinariamente por ambos inventos del hombre.
En los inicios de la imprenta, los libros todavía «querían» parecerse a sus códices predecesores. Pero con los años fueron descubriéndose las posibilidades de los tipos móviles, se desarrollaron infinitas tipografías y cada vez con más frecuencia se usaron placas con ricas ilustraciones.
La ciencia encontró en el libro impreso el punto de apoyo para mover el mundo que Arquímedes buscaba. Al principio lo hizo tímidamente, y lo que es peor, propagando infinidad de errores por la falta de rigor, y de conciencia sobre lo transcendental de la impresión en un soporte indeleble. Fue muy sonado el error gráfico de la obra de Galileo Sidereus nuncius, primera obra en donde aparece una ilustración de la superficie lunar, pero con ésta al revés.
El nuevo concepto de libro permitía ahora imprimir con suma facilidad no solo texto, sino también esquemas, dibujos, planos... que permitían recoger las explicaciones científicas con mayor claridad. Los estudios astronómicos, por ejemplo, se vieron enriquecidos por un material que permitió realizar importantes trabajos comparativos, como los del astrónomo danés Tycho Brahe, que realizó importantes trabajos de confrontación entre las teorías ptoloméicas y los principios copernicanos, de los que pudo beneficiarse su ayudante Kepler para formular su famosa teoría de las órbitas elípticas.
La geografía también encontró una base perfecta para todos los trabajos cartográficos. El primer atlas moderno se realizó en las imprentas de Amberes en 1570, el Theatrum orbis terrarum, obra del flamenco Ortelius. Con sus 69 mapas quedaba abarcada toda la superficie terrestre conocida, una garantía para tantos navegantes y exploradores.
El problema, una vez más, siguió siendo la propagación involuntaria de muchos errores debidos a la falta de rigor de muchos impresores, más preocupados por su sustento material que por el rigor y la importancia de lo que publicaban. Con todo, gracias a la estandarización, se producían menos errores que con el trabajo de los escribas.
La materialización del libro científico como obra de interés para la humanidad se realizó gracias al mecenazgo tan habitual de la época.
Evidentemente, muy pocas personas podrían o querrían comprar libros relacionados con la ciencia, salvo los propios científicos, no muy abundantes tampoco. La contribución de familias de mecenas como la de los Médici, aun a riesgo de verse enfrentados con la Iglesia y de sufrir graves consecuencias, fue algo decisivo para el desarrollo del libro y de la ciencia.
Por otra parte, instituciones tan importantes como la Royal Society imprimieron todo el enorme caudal de conocimientos que generaban gracias al nuevo formato de libro impreso industrialmente. Buen ejemplo de ello fueron las Philosophical Transactions, tipo de publicación periódica y originaria de la década de 1660 donde se recogieron, para llegar hasta nuestros días, importantísimos trabajos científicos. 
En el campo de las ciencias humanas, los editores renacentistas recurrieron a los clásicos de Grecia y Roma. Horacio, Virgilio, Cicerón... volvieron a deleitar a las clases cultas. Platón, Aristóteles y todos los grandes filósofos griegos recuperaron su puesto en la sociedad del pensamiento gracias a la nueva difusión de la cultura que representaba el libro impreso. El impresor veneciano Aldo Manucio (1449-1515) jugó un papel fundamental en la difusión de esta clase de literatura que rescataba el mundo clásico para la sociedad profundamente adormecida tras el largo y oscuro período de la Edad Media.

LIBRO E INQUISICIÓN

A lo largo de su historia, el libro ha contado con grandes amigos y mecenas, pero también con poderosos enemigos. El más destacado de todos estos últimos ha sido, desde luego, la Santa Inquisición con su Index librorum prohibitorum.
En su pertinaz lucha «contra el progreso de la humanidad», la Iglesia lo condenó prácticamente todo. La censura del material impreso fue una verdadera obsesión para las autoridades eclesiásticas, que veían la herejía en cualquier página impresa. En 1558, una época de incipiente actividad editorial gracias a los nuevos medios de impresión, el Índice Romano de Libros Prohibidos ya contaba con 1.000 títulos proscritos. Entre ellos figuraban autores como Erasmo o Rabelais.
El Index expurgatorius, como también se llegó a conocer, acabó incluyendo en sus columnas prácticamente a todos los pensadores y científicos a quienes la humanidad tiene que agradecer el lugar donde ha llegado: Descartes, Montesquieu, Gessner, Spinoza, Pascal, Copérnico, Galileo, Kepler, Hume, Kant, Condorcet... y así hasta la última lista expurgatoria publicada en 1948, trigésimo segunda edición, que reunía cerca de 4.000 títulos. Aquí nos encontramos con sus últimas víctimas, entre las que se podrían citar a Víctor Hugo, a Zola o a Balzac por su visión obscena del mundo.
Más grave aún es que, en realidad, la lista de libros prohibidos, el «Índice», no incluía todos los libros prohibidos por la Iglesia, sino solamente aquellos que podían dar lugar a dudas sobre su bondad y respeto con sus preceptos eclesiásticos. Erasmo, por ejemplo, tenía que ser incluido en la lista porque podría suscitar dudas razonables, pero autores clara y expresamente contrarios a las ideas de la Iglesia, como Marx o Nietzsche, estaban implícitamente prohibidas con carácter ipso facto sin más necesidad de exclusión.
Afortunadamente la censura del libro mediante la Inquisición estuvo localizada en unos lugares muy concretos: Italia y, principalmente, España, que en tiempos del Imperio ya suponía un territorio considerable. Felipe II estableció tres centros inquisitoriales en el Nuevo Mundo —Ciudad de México, Lima y Cartagena de Indias— para garantizar su cumplimiento en todo el reino, aunque no parece que tuviera la eficacia que tuvo en la España continental y europea. El resto de países europeos, no acataron o hicieron caso omiso frecuentemente, como fue el caso de Francia, de los mandatos inquisitoriales. El libro sobrevivió así a una de las mayores amenazas a las que tuvo que hacer frente en su historia: su fanática e irracional equiparación con una manifestación más del demonio.
Por su parte, la masonería sufre la condena de su trabajo desde antes de las conocidas bulas y encíclicas papales que comienzan en el siglo XVIII para llegar hasta finales del XIX .
Ya en el Concilio de Avignon, celebrado en 1326, la Iglesia condena la costumbre de canteros y albañiles de utilizar palabras secretas y signos, e igualmente posturas para reconocerse entre los miembros: 

"Además, en algunos cantones de nuestras provincias, hay gente, por lo general noble, a veces plebeya, que organiza ligas, sociedades, coaliciones prohibidas, tanto por el derecho eclesiástico como por el derecho civil, bajo el nombre de cofradías. Se reúnen una vez al año, en algún lugar, para realizar sus conciliábulos y reuniones; al penetrar en el recinto, se pronuncia un juramento por el cual deben defenderse entre sí de quien quiera que fuere excepto de sus Maestros, prestarse asistencia recíproca en cualcualquier ocasión, darse consejos y apoyarse recíprocamente. A veces, luego de vestirse con un uniforme, y empleando marcas y signos distintivos, eligen entre ellos a un superior, al cual juran obedecer en todo; la justicia se ve entonces perjudicada porque se cometen crímenes y robos. (...) Prohibimos este tipo de conjuraciones, conspiraciones, convenios, aún cuando no se denominen cofradías. Por otra parte, decretamos la disolución y la nulidad de facto de éstas, a partir del momento en que se las emprende y someteremos a aquellos que las emprenden a la sentencia de excomunión; sentencia que sólo podrá derogar el Concilio provincial, salvo en artículo mortis." El origen monástico de la masonería (Eduardo Callaey)

Desde este mismo momento en que se condenan hasta las prácticas habituales de la masonería operativa, todo lo relacionado con masonería es sistemáticamente proscrito.

LIBROS CURIOSOS: ARS MORIENDI Y LIBROS DE EMBLEMAS

Al tiempo que se censuraban los libros de pensamiento y de ciencia, otros libros sí gozaban del beneplácito del estamento religioso y político.
Un tipo de obra que tuvo gran éxito fue el de los libros que preparaban para morir, Ars moriendi o «Arte de morir». Generalmente eran textos anónimos con intrincadas ilustraciones en las que ángeles y demonios luchan por el alma de quien está a punto de morir. Las amenazas del Juicio Final y otros terrores del infierno servían para hacer aún más tétrica la situación ante la muerte.
En los tratados sobre el «Arte de morir» se enseñaba a defenderse contra las cinco tentaciones del demonio: le pérdida de la fe, la impaciencia, la desesperación, el orgullo y la avaricia. Además estos textos servían para promover los testamentos en los que se dejaban los bienes terrenales en favor de la Iglesia, bien en forma de donación directa o mediante la contratación de misas por sus almas.
La muerte debía llegar en el propio lecho, rodeado de la familia y el sacerdote que le ayudaría a poner su alma en manos de los ángeles. Todo un arte del buen morir, en paz con Dios y la Iglesia.
Se estima que en el período incunable que llega hasta 1501, se imprimieron en torno a 50.000 copias, lo que da una idea del éxito de este formato de libro para la época. Los Ars moriendi gozaron de gran aceptación popular hasta principios del siglo XVI. La publicación de la obra de Erasmo De preparatione ad mortem en 1534, auténtico tratado sobre la preparación para morir, supuso el punto de inflexión a partir del cual este tipo de obras comenzaría a declinar hasta llegar a desaparecer.
Otro tipo curioso de obra que se vio muy beneficiado por la transformación del manuscrito en libro impreso industrialmente fue el de los «libros de emblemas». Básicamente estas obras estaban formadas por una imagen, un lema y un texto explicativo que vinculaba los dos anteriores elementos. La idea era explicar conceptos apoyándose visualmente en alguna imagen. En cierto modo eran herederos y continuadores de la tradición de los bestiarios medievales. Generalmente se trataba de obras bellamente ilustradas, en muchos casos inspiradas por obras clásicas como podían ser las Fábulas de Esopo. 
En los inicios del género y durante el siglo XVI, lo que interesó a los emblemistas fue, sobre todo, el aspecto utilitario y didáctico del emblema. El poder de convicción de las imágenes las convertía en una herramienta didáctica o de propaganda para enseñar el camino de la virtud.
El primer libro de emblemas del que hay constancia se atribuye a un personaje milanés llamado Andrea Alciato, que nació a finales del siglo XV. La impresión de la obra se realizó en Ausburgo y contenía 99 epigramas en latín que trataban de fomentar los buenos sentimientos, como el de la armonía en lugar de la guerra, representado por un dibujo de un laúd. Aunque la obra se suele atribuir en su conjunto a Alciato, realmente fue la gran visión comercial del impresor quien comprendió y lanzó al mercado la idea de utilizar imágenes para reforzar textos poemáticos pensados para formar a las personas.
Los libros de emblemas sirvieron para desarrollar toda una corriente de obras simbológicas con equivalencias que han llegado hasta nuestros días. La balanza servía para representar la justicia, la guadaña la muerte, el amor se representaba con ángeles, etc., como aún se hace en la actualidad.
La literatura emblemática, gracias al desarrollo de la imprenta, pronto se extendió a otros ámbitos culturales, como los temas que específicamente concernían a la aristocracia, entiéndase tratados de protocolo y buenas costumbres, otros de carácter religioso, como los muy extendidos sermones ilustrados, o los temáticos sobre flora, fauna, mitología o historia.

LA IMPRENTA EN LA ILUSTRACIÓN

Con la Ilustración llegó una nueva era para la cultura y, por tanto, para el progreso en todos sus frentes. El latín tuvo que dejar paso a un idioma más moderno, más ágil y más adaptado a los tiempos políticos, sociales y económicos que corrían: el francés.
El siglo XVIII trajo la «Edad de la Razón», y con ella los enunciados científicos que darían paso, un siglo después, a su materialización tecnológica. En la Europa ilustrada, el libro se convirtió, por primera vez en la historia, en un objeto más de consumo popular. A partir de 1750, los niveles de alfabetización empezaron a crecer de un modo muy significativo, generando así nuevas capas de negocio para las industrias de la lengua.
En los mercados urbanos de libros aparecen los primeros textos de ficción, que pronto desbancarán la producción de obras religiosas y legales, materia abrumadoramente mayoritaria hasta la fecha. Se crean con fuerza los géneros de la novela sentimental, la novela difamatoria y otros géneros completamente novedosos, como las conocidas «góticas». El mundo rural no recibió los nuevos avances del libro hasta casi llegada la Revolución Francesa, con la unión de los campesinos y los habitantes de las ciudades en un frente común contra la censura y la represión.
A mediados de siglo surge en Francia una de las mayores aventuras editoriales de la historia: la Encyclopédie, auspiciada por Denis Diderot y Jean d’Alembert, que durante más de 20 años generó un trabajo continuado tanto para autores como impresores del país, encarnando como nadie ni nada la idea de la Ilustración. La primera parte fue publicada en 1751 con 17 tomos a tamaño folio. Poco tiempo después se editaron 11 tomos más con notables mejoras de encuadernación y grabado. En esta primera obra monumental y conjunta colaboraron intelectuales del prestigio de Rousseau o Voltaire, aparte de la no menos importante contribución autoral del propio Diderot. La idea, nada modesta, era agrupar todos los conocimientos del hombre en una única obra de fácil acceso, consulta y comprensión, algo que de momento no ha conseguido del todo ni Internet.
Sin embargo, el principal punto de sustento del libro para su entrada definitiva en el mercado de consumo fue la alfabetización. El proceso de alfabetización no fue todo lo uniforme que hoy se entendería con la moderna unificación y normalización de los idiomas. Muchas personas
podían leer textos de imprenta, pero no manuscritos. Otros, en Centroeuropa sobre todo, solo podían leer la clásica escritura gótica de las biblias. Incluso hubo personas alfabetizadas en la niñez que, por falta de uso y por los frecuentes cambios tipográficos, volvieron a quedar analfabetizados. Pese a todo, a finales del siglo XVIII el nivel de alfabetización de Europa era lo suficientemente elevado como para generar una demanda de libros sin precedentes que no se vio acompañada de una mejora sustancial del estado puramente tecnológico de la imprenta. Los tipos seguían haciéndose con plomo, endurecido con antimonio. La composición de los textos seguía siendo manual, con los riesgos de error inherentes a todo trabajo humano. Los hábitos y métodos de corrección de imprenta aún estaban lejos.
Por otra parte, la fabricación de papel seguía siendo muy primitiva, usando como materia prima los paños y ropas viejas recogidos por los traperos. El propio almacenamiento del papel suponía un riesgo continuo de devastadores incendios por la peligrosa convivencia que tenía con los sistemas de alumbrado aún basados en luces de llama descubierta, como simples velones. La tinta también era bastante rudimentaria, aunque con suficiente calidad, a base principalmente de resinas, linaza, trementina y alguna materia sólida como cáscaras de nuez trituradas.
Durante la época de la Ilustración los impresores —impresores-editores-libreros—formaban un gremio muy cohesionado y con un alto nivel de regulación. Como otros tantos gremios, incluido naturalmente el de los masones operativos o constructores, tenían sus propios códigos de conducta y su propia jerga del oficio. Por ejemplo, en Inglaterra los trabajadores que hacían el trabajo pesado de tirar de las prensas se llamaban «caballos», los compositores «monos» y los jóvenes aprendices «diablos». Todos ellos pertenecían a una «capilla» y estaban sujetos a un sistema de sanciones por comportamientos indebidos, como beber en exceso o pelearse.
El sistema gremial regía la vida de las diferentes «capillas» de impresores, cuyo santo era San Juan Evangelista. No podemos dejar de ver un cierto paralelismo con la masonería, que también tiene muy presente a los dos San Juan en sus conmemoraciones solsticiales. Los impresores también solían celebrar solemnes misas y grandes banquetes —ágapes— en honor de su patrono.
Es con la llegada del fin del siglo cuando el mundo del libro y de las industrias de la impresión empiezan a resentirse de la competencia desleal creada por mano de obra sin cualificar, más barata y ajena al propio gremio impresor, y por una incipiente mecanización del trabajo. Era el principio de la «modernización». 

LA ERA DEL EDITOR

Hasta bien entrado el siglo XIX , las tiradas de libros apenas rebasaban los mil ejemplares, y menos aún en el incipiente género de la novela, hasta entonces considerado «menor». Es a partir de aquí cuando el libro comienza a producirse en serie, lográndose considerables ahorro en los costes tanto de mano de obra como de papel.
En Europa occidental nace la figura del editor tal como hoy lo entendemos: un empresario del comercio del libro desligado ya de la impresión y la venta al público. El trabajo del nuevo editor era la organización del negocio de la creación literaria, con sus aspectos puramente financieros y sus relaciones con los autores para la creación de libros de una determinada línea editorial. A aquella época pertenecen editores legendarios como Larousse o Hetzel.
Con la llegada del empresario editor, fruto de la maduración de una sociedad cada vez más lectora, llega también la mecanización de la imprenta. Tras cuatro siglos de imprenta con el sencillo método manual de Gutenberg, los primeros sistemas mecanizados ofrecen nuevas posibilidades de impresión que suponen un nuevo avance exponencial en la producción de libros.
En 1800 aparecen las nuevas prensas de metal de Stanhope que, aparte de ser mucho más resistentes que las clásicas de madera, estaban dotadas de una platina con la que el impresor podía aplicar toda la tinta de un folio en una única operación. En 1811 llega la prensa cilíndrica de vapor, invento de Friedrich Koenig, cuya primera máquina adquiere el periódico londinense The Times. Con ella logra imprimir 1.100 hojas a la hora, producción poco menos que impensable algunos años atrás. Durante todo el siglo XIX no dejan de aparecer nuevos modelos de prensas mecánicas y rotativas que compiten ferozmente por ganarse un mercado claramente hambriento de libros y cultura.
A finales del siglo, la maquinaria de composición tipográfica se había depurado hasta poder producir enormes cantidades de material impreso en cuestión ya no de días, sino de horas —50.000 páginas a la hora en muchos casos—, lográndose nuevamente enormes ahorros de costes. Paralelamente aparecen las primeras plegadoras y las primeras encuadernadoras con potentes guillotinas que permitían cerrar el ciclo de creación del libro en consonancia con el avance en la producción de páginas.
El papel empieza a utilizarse en bobinas de gran anchura y, lo más importante, comienza a obtenerse de la pulpa de madera en lugar de a partir de trapos. De esta manera se consigue la reducción de costes definitiva que se necesitaba para dar rienda suelta a una producción a escala realmente industrial. 
El público lector se hizo cada vez más exigente con las ediciones, reclamando obras impresas cada vez en un papel más blanco. Fue así como comenzó la introducción del cloro en el blanqueo del papel, algo que generó graves problemas en un principio pues el excesivo uso del ácido acabaría por autodestruir con los años muchas obras de finales del siglo XIX.
El avance de los tres principales frentes del libro —mecanización, materia prima y comercialización—, unido a otros avances tecnológicos, como el desarrollo del ferrocarril, que mejoró notablemente la logística de la difusión cultural, permitió crear la amplia base social receptiva de los países occidentales sobre la que se sustenta la sociedad moderna actual.
A la luz de este nuevo marco económico cobra importancia la figura del editor, muchas veces de origen humilde y, sobre todo, visionario, que se arriesga y apuesta en los fluctuantes mercados de la cultura. Su trabajo es invertir en «opciones de futuro», autores u obras que tal vez puedan amortizar la inversión y permitir otras aventuras que mantengan la empresa a flote. El editor, centrado en su nuevo papel de empresario, pierde sus habilidades —y conocimientos muchas veces— en tipografía y demás aspectos técnicos de la impresión.
En el siglo XIX nacen sellos editoriales con una influencia definitiva en la sociedad moderna, como Larousse, Longman o Macmillan, éste último creador del «Acuerdo de precio único» en 1899, que ha regulado, y regula hasta la fecha, el precio de venta al público de los libros desde las editoriales con el fin de evitar que se produzcan subastas a la baja capaces de poner en peligro la propia existencia de los libros.
Este siglo también fue testigo del nacimiento de los modernos derechos de autor gracias a la negociación de la remuneración de los escritores con los editores, aspecto este que no tenía lugar antes de la existencia de la figura del editor-empresario. El antiguo editor-impresor-librero lo que hacía era pagar una cantidad, cuando lo hacía, al autor por su obra, de la que debía despedirse ya de por vida, se imprimiera la obra lo que se imprimiese.
En el nuevo marco editorial se fue estableciendo la costumbre de pagar al autor según los ejemplares que se iban vendiendo (no los que se imprimiesen), con lo que el autor permanecía vinculado a su obra mientras ésta estuviera viva. A finales de siglo, la legislación internacional ya contemplaba la persecución de ediciones pirata y el reconocimiento de los derechos de autor incluso fuera del país de éste.

SIGLO XX, LAS INDUSTRIAS DE LA LENGUA

Casi a finales del siglo XIX , el siglo de la «tecnología romántica», se inventaron las primeras máquinas de linotipia, un sistema de composición tipográfica en metal caliente que se realiza mediante la fundición de todos los caracteres de una línea en un solo bloque. Estas máquinas, con un teclado de 90 teclas y manejadas por un solo operador mejoraban notablemente el proceso de composición al evitar tener que montar, retirar y ordenar a mano los caracteres tipográficos.
La linotipia aumentó de una forma nunca vista hasta el momento la capacidad de producir libros a escala industrial con un bajísimo coste de mano de obra. Un solo operador podía componer cientos de libros al año, con lo que el libro entraba en una auténtica era industrial. A principios del siglo XIX Francia ya publicaba unos 15.000 títulos al año, Italia 10.000 y Alemania más de 20.000, siendo por entonces el mayor productor de libros del mundo. Empezaba así la era del consumo de masas para el sector editorial.
El enorme abaratamiento de costes permite emprender grandes proyectos enciclopédicos, como la Encyclopedia Britannica en el área lingüística del inglés, la Enciclopedia Universal Ilustrada de Espasa en la del español o la enciclopedia Larousse en la del francés. En el otro extremo de la producción editorial surge con fuerza el libro barato en rústica con la revolucionaria encuadernación fresada de tapa blanda, de la que Penguin Books fue señera durante décadas. En realidad, el gran éxito de Penguin se atribuye a la sabia combinación de libros muy baratos, pero cómodos y de aspecto sugerente, con grandes títulos de la literatura universal.
El fenómeno best-seller arrasa las librerías sustentado por las modernas técnicas de marketing, más que por la calidad intrínseca de las obras. A pesar de la connotación negativa de este fenómeno editorial desde el ángulo cultural, no cabe duda que gracias a sus ventas los editores pudieron publicar muchas otras obras de corte más culto, pero mucho más minoritario, que no hubieran podido asumir sin la seguridad económica que proporcionan esas grandes ventas a unos costes superreducidos.
A su vez, el diseño de los libros experimentó un notable avance pasando de la cromolitografía desarrollada en Francia a mediados del siglo XIX, que ya permitía imprimir en color, aunque de un modo bastante laborioso al tener que prepararse una plancha para cada color, a la litografía offset. Con este nuevo método, el color se obtiene mediante un proceso químico que transfiere un negativo fotográfico a una superficie previamente al momento de la impresión, con lo que se reducen las operaciones de manipulación al mínimo.
A partir de mediados de siglo, con la implantación definitiva de la tecnología offset a cuatro tintas, la impresión entra en una fase más o menos estable que permite realizar cualquier clase de libro, incluidos los de ilustraciones, los cómics o cualquier otro tipo de edición en la que haya presencia de color, hasta llegar a la era digital con el fin de siglo.

«POD» O IMPRESIÓN BAJO DEMANDA

El final del siglo XX marca el punto de inflexión entre la era analógica y la digital. El mundo del libro entra entonces en un proceso irreversible de virtualización. El trabajo de creación editorial abandona definitivamente la gran parte manual —y artesanal— que encerraba para realizarse desde la distancia digital y cibernética que imponen, o facilitan, las nuevas tecnologías.
Por primera vez en la historia comienza a cuestionarse el soporte físico del libro fuera del papel. Durante quinientos años el libro no podía ser otra cosa que hojas encuadernas, pero la llegada de la era digital planteó nuevas posibilidades cuyo alcance está todavía muy lejos de ser vislumbrado.
Sin embargo, antes del gran salto de la edición en papel a la edición digital surge con fuerza un nuevo sistema de impresión que recoge todos los avances tecnológicos acumulados. Se trata de la impresión bajo demanda (print on demand o «POD»), que combina la tecnología digital con la electromecánica. Gracias al nuevo proceso de impresión digital, en el que desaparecen los soportes de la preimpresión, como las placas o los fotolitos, de la composición de los textos en pantalla se pasa directamente al soporte final en papel, con la consiguiente aceleración y simplificación del proceso. Esto permite un ahorro enorme de costes, eliminando la necesidad de cantidades mínimas de impresión para rentabilizar todo el proceso de la pre-impresión, en el que era necesario realizar fotolitos o placas tanto para un ejemplar como para cien mil. La impresión bajo demanda está cambiando radicalmente el panorama editorial, permitiendo que la publicación de un libro ya no sea exclusiva de unos pocos privilegiados que eligen las editoriales.
La posibilidad de imprimir 25 ó 50 ejemplares, con una gran calidad y economía, permite ya a cualquiera hacer realidad el sueño de ver su obra en forma de libro impreso; otra cosa ya es verla en las estanterías de las librerías.
La tecnología de la impresión bajo demanda avanza con paso decidido hasta el momento en que sea posible imprimir libros sobre la marcha en máquinas como las que expenden tabaco o café. En Estados Unidos ya se encuentran máquinas de impresión bajo demanda en muchas librerías, como la Espresso Machine instalada desde 2007 en la Biblioteca Pública de Nueva York. En cuestión de minutos puede imprimir un libro a partir de un archivo PDF y encuadernarlo mediante fresado.
La impresión bajo demanda ofrece muchas ventajas nuevas. Aparte de hacer realidad, como decíamos, los sueños de publicar su libro a tantas personas anónimas, también permite imprimir títulos descatalogados de muy escasa demanda, fomentar los negocios editores de nicho, eliminar el gran problema de almacenamiento que suponía la edición tradicional con tiradas muy elevadas para su escasa venta, ahorrar en logística y, no menos valioso, contribuir a la conservación del medioambiente al imprimirse estrictamente lo necesario.
De momento la impresión bajo demanda, o impresión digital, es rentable hasta unos niveles de tirada; el mundo de las grandes ventas, e incluso de las ventas medias, sigue recurriendo a la impresión offset tradicional, tanto por costes como por calidad de la impresión.

EL LIBRO VIRTUAL, ¿FIN DEL CAMINO?

Al igual que sucedió con las fallidas predicciones que pronosticaron la desaparición de la radio con la llegada de la televisión, es muy probable que tampoco se cumplan las agoreras predicciones de la muerte del libro en papel a manos de su sucesor el libro electrónico. La radio tiene su mayor auge hoy en día, en parte gracias a la televisión con su poder para mover masas, y es probable que ocurra lo mismo con el libro.
De igual forma, con la aparición de Internet se predijo una drástica caída en el consumo de papel. Sin embargo, Internet ha multiplicado su consumo de un modo alarmante incluso. En el mercado de los libros —a los que iba a aniquilar—, Internet vio cómo el mayor negocio lo creaba, precisamente, una librería: Amazon.
El libro ya está acostumbrado a ver anunciado su final cada cierto tiempo, pero parece que se resiste a desaparecer.
El nuevo reto que afronta es su propio hijo, el libro electrónico. En estos momentos, todo el negocio del libro se revuelve inquieto alrededor de este «incómodo» nuevo invento. Las editoriales ven peligrar el monopolio de la producción y la distribución, los libreros —con bastante motivo— el de las ventas, los autores el de sus derechos de la propiedad intelectual... Pero, en realidad, nadie sabe aún a ciencia cierta dónde están los peligros y dónde las oportunidades.
Todo esto podría plantearse justo a la inversa, en clave de ventajas: las editoriales abaratarían de un modo espectacular sus necesidades de inversión, así como los de logística; las librerías podrían reducir al mínimo sus costes laborales e incluso los de instalaciones; y los autores podrían llegar a todo el mundo sin tener que conformarse con los minúsculos derechos de autor con los que ahora se conforman. 
El libro electrónico, el e-book, es el protagonista de este nuevo escenario en donde se pierden todos los papeles tradicionales del mundo editorial. La función del editor y del librero parece que están pasando a manos de informáticos y expertos en telecomunicaciones. El autor parece que pierde su prestigio y reconocimiento social al verse difuminado igualitariamente en un pandemónium de escritores.
Alguien dijo hace poco que «en España pasamos de un país en el que nadie leía un libro a un país en el que todo el mundo escribió un libro». No se sabe qué será peor, aunque probablemente sea el primer caso. De momento, lo único cierto en todo esto es que ha nacido un nuevo soporte del libro que presenta grandes ventajas, pero también importantes inconvenientes. Las ventajas comienzan sin duda por la excepcional capacidad de almacenamiento que podemos llegar a tener en la palma de la mano. Lo cual no quiere decir que sea exactamente el un tanto pueril argumento de poder llevar en la maleta 1.500 novelas si uno se va de fin de semana. A ver quién lee 1.500 novelas durante un fin de semana, o durante una semana o un mes. Ni siquiera se podrían empezar el diez por ciento. La ventaja del almacenamiento radica en la economía de costes, de espacio, de alcanzabilidad y de rendimiento energético, más que en poder llevar encima 1.500 novelas.
Los inconvenientes también existen, y deben ser muchos a juzgar por las tristes cifras de ventas del e-book. En Estados Unidos, vanguardia de todo lo que lleva pilas, las ventas durante el año 2010 rondaron el 5 por ciento, y esto contando la brutal campaña que hizo Amazon para vender su Kindle con algunos best-seller (El Símbolo Perdido, de Brown, entre otros). En España la cifra todavía no llega al 3 por ciento.
Parece claro que el libro electrónico no puede quedar solamente de la mano de los e-Readers o lectores electrónicos. Su tecnología basada en la tinta electrónica supone una limitación de interfaz de usuario excesiva para un público acostumbrado al poder arrollador de la imagen en movimiento y, sobre todo, en color. 
La tinta electrónica, por motivos técnicos que sería muy largo exponer aquí, tiene de momento grandes problemas para poder llegar al color. Por ahora tendrá que quedarse con el aspecto un tanto deprimente de los años del blanco y negro. A su favor tiene, también hay que decirlo, la ventaja de que es prácticamente como leer en papel, no cansa la vista más que éste y se puede leer tranquilamente tumbado en la playa a pleno sol. Además su consumo energético es mínimo al consumir solo cuando se cambia de página: energía biestable, o lo que es lo mismo, energía que tiene dos estados estables. Mientras no se cambie de estado, no se consume.
El «tirón» del e-book debe venir forzosamente de otras plataformas tecnológicas, como las tabletas y demás dispositivos móviles. Estos medios sí tienen una gran aceptación en el «público tecnológicamente alfabetizado», aunque ahora el problema es el contrario al de los e-Readers: su interfaz de usuario es muy atractiva, en color, movimiento, Internet..., pero supone mucho consumo energético, con la incomodidad de las recargas cada vez más frecuentes, y el mismo cansancio para la vista que la pantalla de cualquier ordenador junto con la imposibilidad de leer a pleno sol.
Así las cosas, parece que el libro, tal como lo conocemos, con su tacto, su olor, su aspecto culto y distinguido, seguirá sobre las estanterías del salón durante bastantes años.
El libro es un objeto «redondo», es algo perfecto muy difícil de mejorar que tampoco es necesario cambiar. ¿Alguien se plantea abandonar el bolígrafo porque existen los ordenadores? El progreso no es forzosamente dejar en el camino lo que es útil. Es más bien saber utilizar lo que mejor nos conviene y con lo que nos sentimos más a gusto.

MASONERÍA Y LIBRO HOY

Desde hace ya por lo menos un siglo los libros de masonería han demostrado tener su mercado, aunque curiosamente el más amplio y rentable sea el de los libros antimasónicos.
Es probable que esta paradoja solo se dé aquí, aunque tiene su explicación. Por diversas razones la masonería se ha movido casi siempre un poco en la bruma. A veces por su propia supervivencia —en las eras y países dictatoriales—, otras veces debido a cierto gusto morboso por el misterio y la exclusividad de los propios masones. Esto es un caldo de cultivo que aprovecharon muy oportunamente algunos autores para sacar obras completamente indocumentadas y exentas de todo rigor histórico con el único fin de vender libros. En España tenemos dos casos flagrantes por su nivel de amarillismo e indocumentación: Ricardo de la Cierva y César Vidal.
Autores como éstos se han lucrado hasta la saciedad del desconocimiento que muchas sociedades —como la española sin ir más lejos— tienen de todo lo relacionado con la masonería, sin importarles las consecuencias y mucho menos la brutal y sanguinaria represión que los grandes dictadores ejercieron sobre tantos inocentes por la sola sospecha de tener algo que ver con la masonería.
Curiosamente la masonería nunca ha contestado a estos ataques y a tantas difamaciones vertidas.
Durante el siglo XX se han publicado miles de títulos sobre masonería, como tan bien documentan las publicaciones de carácter bibliográfico del Centro de Estudios Históricos de la Masonería Española (CEHME) gracias al inestimable esfuerzo y dedicación, entre otros, de su fundador el jesuita Ferrer Benimeli.
En los países de larga tradición masónica, como Francia, el número de títulos publicados por masones es extraordinario. Realmente son pocos los temas de lectura que han alcanzado estos niveles de entradas en el ISBN, aunque aquí también hay que lamentar que las tiradas sean siempre modestas si las comparamos con los títulos de corte comercial antimasónico.
Sin ir más lejos, el disparatado libro Yo fui masón, de Maurice Caillet, de reciente publicación, en el que un antiguo masón abandona su logia para pasar a hacer milagros —y no en sentido figurado, sino milagros pretendidamente como tales— gracias a la virgen de Lourdes, se ha convertido en un bestseller con unas ventas que es posible no haya llegado alcanzar ni Beresniak con toda su obra y años de dedicación a la masonería.
Actualmente la literatura masónica no comercial, la generada por los propios masones, tiene una amplia presencia en Internet, no siempre respetuosa con los derechos de autor, hay que añadir. Parece que finalmente éste ha sido el soporte donde ha conseguido establecerse toda la documentación, debate, cuestionamiento y comunicación de la masonería. Los blogs, las páginas web de las logias, las redes sociales y muchos foros han servido para dar un marco de referencia público y abierto para todos aquellos que se interesan por el tema. 
En este contexto libre de Internet es de destacar la abrumadora mayoría de contenidos de carácter positivo o imparcial frente a la masonería. Los grandes aprovechados de la literatura antimasónica apenas si son visibles en este medio que difícilmente puede reportarles ningún beneficio económico, al margen de exponerse a la crítica documentada de personas que sí saben de lo que hablan y quedar en manifiesto ridículo.
La literatura masónica también se ha visto beneficiada por los avances tecnológicos del mundo editorial con importantes sellos especializados como DETRAD en Francia o MASONICA.ES en España y Latinoamérica. Al socaire de iniciativas como éstas están surgiendo muchos proyectos editoriales que es probable lleguen a cambiar definitivamente la imagen estereotipada de sociedad cerrada, e incluso oculta o secreta, que todavía subyace en países donde la masonería sigue estando alejada de la sociedad en la que convive.
Para lograr la continuidad y la adaptación de la masonería a los nuevos tiempos tan cambiantes en que vivimos, es necesario que consigamos pasar del Manuscrito Cooke al e-Book, como reza el título de este artículo, llevando en los nuevos soportes nuestro mensaje y nuestra filosofía a una sociedad que se está cuestionando todos sus valores.

Notas: (1) El Manuscrito Regius fue creado en verso, concretamente en 794 versos escritos en inglés antiguo con lo que se conocía como «rima en pareado» —doggerel verse—, hacia el año 1390.
(2) Bula In Eminenti, Papa Clemente XII (1738), Bula Providas, Papa Benedicto XIV (18 de mayo de 1751), Bula Quo Graviora, Papa León XII (13 de marzo de 1825), Encíclica Traditi Humilitati, Papa Pío VIII (24 de mayo de 1829), Encíclica Mirari Vos Papa Gregorio XVI (15 de agosto de 1832), Encíclica Qui Pluribus, Papa Pío IX (9 de noviembre de 1846), Encíclica Humanum Genus, Papa León XIII (20 de abril de 1884), Encíclica Dall'alto dell'Apostolico Seggio, Papa León XIII (15 de octubre de 1890), Encíclica Inimica Vos, Papa León XIII (8 de diciembre de 1892), Encíclica Custodi Di Quella Fede, Papa León XIII (8 de diciembre de 1892).

Fuente de la Nota CULTURA MASONICA, Revista de Francmasonería, No 10 – Enero 2012, pp. 20/46.

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